“Me has atrapado, Señor”

(Elías, 20:7)

Dios nos atrajo poco a poco y nos atrapó. Estamos capturados por Jesús. Yo mismo me encomendé a Él diciendo, “Padre: Tú eres mi Dios. Te entrego todo mi ser”. (Salmo 71)

 

La fe es el mayor don. Es nuestra confianza y nuestra esperanza en la vida. La fe te da el significado y el objetivo de tu vida. Si saboreamos con detenimiento la fe que hemos recibido, podremos vivir felices y agradecidos.

Yo me sentía vacío. Me sentía como la tierra seca. Buscaba algo que me llenara este vacío, pero no conocía el lugar donde estaba Dios.

Dios está en la parte más profunda de las cosas. Está en lo más hondo de mí, de otros, de la naturaleza y el arte, atrayéndonos como un pequeño imán.

Yo me sentía bien hablando con mi yo interior y sentí que me acercaba por la atracción de la fuerza magnética de Dios y me quedé pegado a Él.

¿Para qué me había cautivado? Jesús me dio la respuesta: “Niégate a ti mismo. Día tras día debes tomar tu cruz y seguirme.” Seguir a Jesús como “El Camino” y “compañero de camino”, significa llevar una vida plena al lado de Jesús.

Esa fe, en palabras de Jeremías, “está en mi corazón, en mis huesos.”

Sin embargo, como dijo F. Mauriac, “la fe no se pierde. Puedes perder tu cartera o tu paraguas, pero la fe en sí no. Sin embargo, vivir según la fe es una costumbre muy fácil de perder.”

Por eso es necesario vivir la fe cada día como el primer día, como cuando afinas las cuerdas de la guitarra.

La manera de hacerlo es rezar profundamente con el corazón y amar profundamente. 

 

 

J. Garralda 
Traducido del original en japonés