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Creer

Creer es entregarse. Y entregarse significa caminar sin descanso hacia una patria soberana, y la tal patria no es sino el mismo Dios.

 

Creer es, pues, ponerse en camino. Levantarnos cada mañana y ponernos en busca del Rostro del Señor. Somos, pues, peregrinos, no turistas. Un turista sabe dónde dormirá hoy, qué museos visitará mañana. En una peregrinación, en cambio, la incertidumbre y la fatiga acompañan en todo momento al peregrino.

Partir, navegar, volar siempre por las rutas nocturnas de la fe, al impulso y anhelo de dar alcance a alguien que no tiene nombre, para abrazarlo, poseerlo, ajustarnos a él y...descansar.

Y cuando parecía que ese Rostro ya estaba al alcance de la mano, he aquí que el Rostro se desvanece como un sueño, y se torna en ausencia y silencio, convirtiéndose la aventura de la fe en una desventura, y la fe misma en un verdadero drama, el drama de una persona a quien le damos el aperitivo y lo dejamos sin banquete.

La Biblia nos dice que Dios está con nosotros y, por otro lado, San Pablo nos asegura que nos encontramos “lejos del Señor”. ¿Cómo podemos estar lejos del Señor si el Señor está con nosotros? Está con nosotros en la certeza de la fe (sabemos); y está lejos de nosotros en el sentido de “poseer”, en el sentido de dar alcance a Aquel por quien palpita en nuestras últimas raíces un anhelo de posesión.

Y todo esto en medio de sucesivas contradicciones: ¿Cómo, si yo soy el eco de tu voz, cómo es que la voz está en silencio y el eco sigue vibrando? Si yo soy la sed tú eres el agua inmortal, ¿Por qué no me sacias de una vez? Si yo soy el río y tú eres el mar, ¿Cuando voy a descansar en ti?. Tengo sed de ti, no puedo vivir sin ti, ¿dónde estás?, “ ¿a dónde te escondiste?”. Eso es la fe: brazos en alto, pies en movimiento, un eterno buscar, esencialmente peregrinación.

 

(Del Itinerario hacia Dios por Ignacio Larrañaga)

 

 

 

 

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