La Paciencia
El domingo pasado escuchamos el relato de la Pasión del Señor.
A los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia.
Esta se refiere a soportar lo que se padece: no es casualidad que paciencia tenga la misma raíz que pasión.
Y precisamente en la Pasión se manifiesta la paciencia de Cristo, que con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia.
Esta es la paciencia de Jesús.
Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.
El apóstol Pablo, en el llamado "Himno a la caridad" (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia.
En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por "magnánima" o "paciente".
La caridad es magnánima, es paciente.
Ella expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra "lento a la cólera" (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia.
Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón.
Pero no sólo eso: es el primer rasgo de todo gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se encierra en la rabia y el desaliento, sino que persevera y se relanza.
La paciencia que recomienza.
Así que, en la raíz de la paciencia está el amor, como dice San Agustín: «El justo es tanto más fuerte para tolerar cualquier aspereza cuanto mayor es, en él, el amor de Dios» (De patientia, XVII).
Continuará…