La Esperanza Es La Virtud Que Empuja A Todos A Compartir El Viaje De La Vida
 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera reflexionar con ustedes sobre los enemigos de la esperanza. Porque la esperanza tiene sus enemigos: como todo bien en este mundo, tiene sus enemigos.


No es verdad que “hasta que hay vida, hay esperanza”, como se suele decir. En todo caso es al contrario: es la esperanza que tiene en pie la vida, la protege, la custodia y la hace crecer. Si los hombres no hubieran cultivado la esperanza, si no se hubieran sostenido en esta virtud, no habrían salido jamás de las cavernas, y no habrían dejado rastros en la historia del mundo. Es lo que más divino pueda existir en el corazón del hombre.


La esperanza es el impulso en el corazón de quien parte dejando la casa, la tierra, a veces familiares y parientes – pienso en los migrantes –, para buscar una vida mejor, más digna para sí y para sus seres queridos. Y es también el impulso en el corazón de quien los acoge: el deseo de encontrarse, de conocerse, de dialogar… La esperanza es el impulso a “compartir el viaje”, porque el viaje se hace de a dos: los que vienen a nuestra tierra, y nosotros que vamos hacia sus corazones, para entenderlos, para entender su cultura, su lengua. Es un viaje de a dos, pero sin esperanza ese viaje no se puede hacer. La esperanza es el impulso a compartir el viaje de la vida. ¡Hermanos, no tengamos miedo de compartir el viaje! ¡No tengamos miedo! ¡No tengamos miedo de compartir la esperanza!


La esperanza no es una virtud para gente con el estómago lleno. Es por esto que, desde siempre, los pobres son los primeros portadores de la esperanza. Y en este sentido podemos decir que los pobres, también los mendigos, son los protagonistas de la Historia. Para entrar en el mundo, Dios ha necesitado de ellos: de José y de María, de los pastores de Belén. En la noche de la primera Navidad había un mundo que dormía, recostado en tantas certezas adquiridas. Pero los humildes preparaban en lo escondido la revolución de la bondad. Eran pobres de todo, alguno emergía un poco sobre el umbral de la supervivencia, pero eran ricos del bien más precioso que existe en el mundo, es decir, el deseo de cambio.


A veces, haber tenido todo de la vida es una adversidad. Piensen en un joven al cual no le han enseñado la virtud de la espera y de la paciencia, que no ha tenido que sudar para nada, que ha quemado las etapas y a veinte años “sabe ya cómo va el mundo”; la ha sido destinada la peor condena: aquella de no desear más nada. Es esta, la peor condena. Cerrar la puerta a los deseos, a los sueños. Parece un joven, en cambio está ya cayendo el otoño sobre su corazón. Son los jóvenes del otoño.
Cuando esto sucede, el cristiano sabe que esa condición debe ser combatida, jamás aceptada pasivamente. Dios nos ha creado para la alegría y para la felicidad, y no para complacernos en pensamientos melancólicos. Es por esto que es importante cuidar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones de infelicidad, que seguramente no provienen de Dios. Y allí donde nuestras fuerzas parecieran débiles y la batalla contra la angustia particularmente dura, podemos siempre recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir esa oración sencilla, del cual encontramos rastros también en los Evangelios y que se ha convertido en el fundamento de tantas tradiciones espirituales cristianas: “¡Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi pecador!”. Bella oración. “¡Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, ten piedad de mi pecador!”. Esta es una oración de esperanza, porque me dirijo a Aquel que puede abrir las puertas y resolver los problemas y hacerme ver el horizonte, el horizonte de la esperanza.


Hermanos y hermanas, no estamos solos a combatir contra la desesperación. Si Jesús ha vencido al mundo, es capaz de vencer en nosotros todo lo que se opone al bien. Si Dios está con nosotros, nadie nos robará esa virtud de la cual tenemos absolutamente necesidad para vivir. Nadie nos robará la esperanza. ¡Vayamos adelante!
 

 

Papa Francisco
27 de septiembre 2017