El problema de los insultos

El Evangelio de Mateo (5,20-26) recoge un discurso de Jesús sobre la justicia, el insulto y la reconciliación. «Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto». La invitación de Jesús a los discípulos es sabiduría humana: siempre es mejor un mal acuerdo que un buen juicio. Para entender bien su enseñanza sobre la relación de amor, de caridad con nuestros hermanos, el Señor usa un ejemplo de todos los días. Pero luego va más allá y explica el problema de los insultos.

 

Son insultos anticuados los citados por Jesús. Ahora tenemos una lista de insultos más floreados, más folclóricos, más coloreados. Y es duro porque al “no matar” de los Mandamientos añade: «Todo el que esté peleado con su hermano será procesado». Decir al hermano “imbécil” o “renegado” lleva a la condena. Porque el insulto es comenzar a matar, es descalificar al otro, quitarle el derecho de ser respetable, es ponerlo a parte, es matarlo por la sociedad. Desgraciadamente, estamos acostumbrados a respirar el aire de los insultos. Basta conducir a hora punta. Ahí hay un carnaval de insultos. Y la gente es creativa para insultar. Y los pequeños insultos que quizá se dicen en hora punta mientras conducimos, se convierten luego en insultos gordos. Y el insulto borra el derecho de una persona: “No, no la escuchéis”, y la hunde. Esa persona ya no tiene derecho a hablar, se le ha quitado su voz.

 

El insulto es tan peligroso porque muchas veces nace de la envidia. Cuando una persona tiene una discapacidad, mental o física, no me amenaza, y no se nos ocurre insultarla. Pero si una persona hace algo que no me gusta, la insulto y la descalifico: discapacitado mental, discapacitado social, discapacitado familiar, sin capacidad de integración. Y eso mata: mata el futuro de una persona, mata el camino de una persona. Es la envidia la que abre la puerta, porque cuando una persona tiene algo que me amenaza, la envidia me lleva a insultarla. Casi siempre es la envidia.

 

El Libro de la Sabiduría no dice que por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Es la envidia la que trae la muerte. Si decimos: “yo no tengo envidia de nadie”, piénsalo bien: esa envidia está escondida y cuando no está escondida, es fuerte, es capaz de ponerte amarillo, verde, como hace el líquido biliar cuando estás enfermo. Gente con el alma amarilla, con el alma verde por la envidia que les lleva al insulto, les lleva a destruir al otro. Pero Jesús dice: “No, eso no se hace”. «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano». Jesús es así de radical. La reconciliación no es una actitud de buenas maneras, no: es una actitud radical, un comportamiento que procura respetar la dignidad del otro y la mía. Del insulto a la reconciliación, de la envidia a la amistad. Ese es el camino que Jesús nos propone hoy.

 

Hoy nos vendrá bien pensar: ¿cómo insulto yo? ¿Cuándo insulto yo? ¿Cuándo saco al otro de mi corazón con un insulto? Y ver si ahí hay esa raíz amarga de la envidia que me lleva a querer destruir al otro para abrumarlo en la competencia. No es fácil esto. Pero pensemos: ¡qué bueno no insultar nunca! Es bonito, porque así dejamos crecer a los demás. Que el Señor nos dé esta gracia.

 

 

 

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta