La dignidad de la mujer

El Evangelio de (Mt 5,27-32) dice estas palabras de Cristo: “El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior” y “el que se divorcie de su mujer, la induce al adulterio”. Esto nos debería llevar a rezar por las mujeres descartadas, por las mujeres usadas, por las chicas que deben vender su dignidad para conseguir un puesto de trabajo.


La mujer es lo que les falta a todos los hombres para llegar a ser imagen y semejanza de Dios. Jesús pronuncia palabras fuertes, radicales, que cambian la historia, porque hasta aquel momento la mujer era de segunda clase, por decirlo con un eufemismo, ¡era esclava!, no gozaba ni siquiera de plena libertad. Y la doctrina de Jesús sobre la mujer cambia la historia: una cosa es la mujer antes de Cristo, y otra la mujer después de Cristo. Jesús dignifica la mujer y la pone al mismo nivel que el hombre, porque retoma las primeras palabras del Creador: los dos son imagen y semejanza de Dios, los dos; no primero el hombre y luego, un poco más abajo la mujer. ¡No, los dos! El hombre sin la mujer al lado –ya sea como madre, como hermana, como esposa, como compañera de trabajo, como amiga–, ¡ese hombre solo no es imagen de Dios!


En los programas de televisión, en las revistas y periódicos se muestra a las mujeres como objeto de deseo, de consumo, como en un supermercado. La mujer, quizá por vender “cierto tipo de tomates”, se convierte en un objeto, humillada, sin vestir, tirando por tierra la enseñanza de Jesús, que la dignificó. Y no hay que ir muy lejos: sucede aquí donde vivimos: en las oficinas, en las empresas, las mujeres son objeto de esa filosofía de usar y tirar, como material de descarte… ¡Parece que no sean ni personas! Eso es un pecado contra Dios Creador –rechazar a la mujer–, porque sin ella los varones no podemos ser imagen y semejanza de Dios. Hay un ataque contra la mujer, un ataque furibundo, aunque no se diga… ¿Cuántas veces las chicas, para obtener un puesto de trabajo, deben venderse como objeto de usar y tirar? ¿Cuántas veces? “Sí, padre he oído que en tal país…”. ¡Aquí en Roma! ¡No vayas tan lejos! ¿Qué veríamos si diésemos una vuelta de noche por ciertos sitios de la ciudad, donde tantas mujeres, inmigrantes y no inmigrantes, son explotadas como en un mercado? A esas mujeres, los hombres no se les acercan para decirles “¡Buenas noches!”, sino “¿Cuánto cuestas?”. Y a quien se lava la conciencia llamándolas prostitutas, les digo: “Tú la has hecho prostituta”, como dice Jesús: “Quien la repudia la expone al adulterio”, porque si no tratas bien a la mujer, acaba así: explotada, esclava, tantas veces.


Será bueno, pues, mirar a esas mujeres y pensar que, ante nuestra libertad, ellas son esclavas de ese pensamiento del descarte. Todo esto pasa aquí, en Roma, y en cualquier ciudad: las mujeres anónimas, esas mujeres –podemos decir– “sin mirada”, porque la vergüenza les tapa la mirada; mujeres que no saben reír y muchas no conocen la alegría de criar y oírse llamar “mamá”. También en la vida ordinaria, sin ir a esos sitios, ese pésimo pensamiento de rechazar a la mujer, la convierte en objeto de segunda clase. Deberíamos pensarlo mejor. Porque, cayendo en ese pensamiento, despreciamos la imagen de Dios, que hizo juntos al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Que este pasaje del Evangelio nos ayude a pensar en el mercado de mujeres, mercado, sí, la trata, la explotación que se ve; y también en el que no se ve, el que se hace y no se ve. ¡Se pisotea a la mujer por ser mujer! Pero Jesús tuvo una madre, y tuvo tantas amigas que le seguían para ayudarle en su ministerio y apoyarle. Y encontró a muchas mujeres despreciadas, marginadas, descartadas, a las que levantó con tanta ternura, devolviéndoles su dignidad.
 

 

 

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta