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La Ira

En estas semanas estamos tratando el tema de los vicios y las virtudes, y hoy nos detenemos a reflexionar sobre el vicio de la ira. Es un vicio particularmente tenebroso, y es quizás el más simple de reconocer desde un punto de vista físico. La persona dominada por la ira difícilmente logra disimular este ímpetu: lo reconoces por los movimientos del cuerpo, por la agresividad, por la respiración agitada, por la mirada torva y ceñuda.

 

En su manifestación más aguda, la ira es un vicio que no da tregua. Si nace de una injusticia padecida (o considerada como tal), a menudo no se desata contra el culpable, sino contra el primer desafortunado con el que uno se encuentra. Hay hombres que contienen su ira en el lugar de trabajo, mostrándose tranquilos y compasivos, pero que una vez llegados a su casa se vuelven insoportables para la esposa y los hijos. La ira es un vicio desenfrenado: es capaz de quitarnos el sueño y de hacernos maquinar continuamente en nuestra mente, sin que logremos encontrar una barrera para los razonamientos y pensamientos.

 

La ira es un vicio que destruye las relaciones humanas. Expresa la incapacidad de aceptar la diversidad del otro, especialmente cuando sus opciones vitales difieren de las nuestras. No se detiene ante los malos comportamientos de una persona, sino que lo arroja todo al caldero: es el otro, el otro tal y como es, el otro en cuanto tal, el que provoca la ira y el resentimiento. Se empieza a detestar el tono de su voz, sus banales gestos cotidianos, sus formas de razonar y de sentir.

 

Cuando la relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. La ira hace perder la lucidez. Porque, a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el tiempo. En esos casos, incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar el peso de los malentendidos, lo magnifican. Por ese motivo, el apóstol Pablo -como hemos escuchado- recomienda a sus cristianos que aborden inmediatamente el problema e intenten la reconciliación: «No permitan que la noche los sorprenda enojados» (Ef 4, 26). Es importante que todo se resuelva inmediatamente, antes de la puesta del sol. Si durante el día surge algún malentendido y dos personas dejan de entenderse, percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. El vicio nos mantendría despiertos en la oscuridad, rumiando nuestras razones y los errores incalificables que nunca son nuestros y siempre del otro. Así es: cuando una persona está dominada por la ira, siempre dice que el problema está en la otra persona; nunca es capaz de reconocer sus propios defectos, sus propias faltas.
 

(31 de enero de 2024)

 

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