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Mensaje Para La 61A Jornada Mundial De Oración Por Las Vocaciones

Llamados A Sembrar La Esperanza Y A Construir La Paz

 

Peregrinos de esperanza y constructores de paz


Pero, ¿qué significa ser peregrinos? Quien comienza una peregrinación procura ante todo tener clara la meta, que lleva siempre en el corazón y en la mente. Pero, al mismo tiempo, para alcanzar ese objetivo es necesario concentrarse en la etapa presente, y para afrontarla se necesita estar ligeros, deshacerse de cargas inútiles, llevar consigo lo esencial y luchar cada día para que el cansancio, el miedo, la incertidumbre y las tinieblas no obstaculicen el camino iniciado. De este modo, ser peregrinos significa volver a empezar cada día, recomenzar siempre, recuperar el entusiasmo y la fuerza para recorrer las diferentes etapas del itinerario que, a pesar del cansancio y las dificultades, abren siempre ante nosotros horizontes nuevos y panoramas desconocidos.


 El sentido de la peregrinación cristiana es precisamente este: nos ponemos en camino para descubrir el amor de Dios y, al mismo tiempo, para conocernos a nosotros mismos, a través de un viaje interior, siempre estimulado por la multiplicidad de las relaciones. Por lo tanto, somos peregrinos porque hemos sido llamados. Llamados a amar a Dios y a amarnos los unos a los otros. Así, nuestro caminar en esta tierra nunca se resuelve en un cansarse sin sentido o en un vagar sin rumbo; por el contrario, cada día, respondiendo a nuestra llamada, intentamos dar los pasos posibles hacia un mundo nuevo, donde se viva en paz, con justicia y amor. Somos peregrinos de esperanza porque tendemos hacia un futuro mejor y nos comprometemos en construirlo a lo largo del camino.


 Este es, en definitiva, el propósito de toda vocación: llegar a ser hombres y mujeres de esperanza. Como individuos y como comunidad, en la variedad de los carismas y de los ministerios, todos estamos llamados a “darle cuerpo y corazón” a la esperanza del Evangelio en un mundo marcado por desafíos epocales: el avance amenazador de una tercera guerra mundial a pedazos; las multitudes de migrantes que huyen de sus tierras en busca de un futuro mejor; el aumento constante del número de pobres; el peligro de comprometer de modo irreversible la salud de nuestro planeta. Y a todo eso se agregan las dificultades que encontramos cotidianamente y que, a veces, amenazan con dejarnos en la resignación o el abatimiento.


 En nuestro tiempo es, pues, decisivo que nosotros los cristianos cultivemos una mirada llena de esperanza, para poder trabajar de manera fructífera, respondiendo a la vocación que nos ha sido confiada, al servicio del Reino de Dios, Reino de amor, de justicia y de paz. Esta esperanza —nos asegura san Pablo— «no quedará defraudada» (Rm 5,5), porque se trata de la promesa que el Señor Jesús nos ha hecho de permanecer siempre con nosotros y de involucrarnos en la obra de redención que Él quiere realizar en el corazón de cada persona y en el “corazón” de la creación. Dicha esperanza encuentra su centro propulsor en la Resurrección de Cristo, que «entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 276). Incluso el apóstol Pablo afirma que «en esperanza» nosotros «estamos salvados» (Rm 8,24). La redención realizada en la Pascua da esperanza, una esperanza cierta, segura, con la que podemos afrontar los desafíos del presente


 Ser peregrinos de esperanza y constructores de paz significa, entonces, fundar la propia existencia en la roca de la resurrección de Cristo, sabiendo que cada compromiso contraído, en la vocación que hemos abrazado y llevamos adelante, no cae en saco roto. A pesar de los fracasos y los contratiempos, el bien que sembramos crece de manera silenciosa y nada puede separarnos de la meta conclusiva, que es el encuentro con Cristo y la alegría de vivir en fraternidad entre nosotros por toda la eternidad. Esta llamada final debemos anticiparla cada día, pues la relación de amor con Dios y con los hermanos y hermanas comienza a realizar desde ahora el proyecto de Dios, el sueño de la unidad, de la paz y de la fraternidad. ¡Que nadie se sienta excluido de esta llamada! Cada uno de nosotros, dentro de las propias posibilidades, en el específico estado de vida puede ser, con la ayuda del Espíritu Santo, sembrador de esperanza y de paz.
 

 

Mensaje Del Santo Padre Francisco

 

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