48. La devoción al Corazón de Cristo no es el culto a un órgano separado de la persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde está destacado su corazón. En este caso se toma al corazón de carne como imagen o signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es «signo o símbolo natural de su inmensa caridad».
Adoración a Cristo
49. Es indispensable destacar que nos relacionamos en la amistad y en la adoración con la persona de Cristo, atraídos por el amor que se representa en la imagen de su Corazón. Veneramos esa imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y divino.
50. Más allá de la imagen que se utilice, es cierto que el Corazón viviente de Cristo —nunca una imagen— es objeto de adoración, porque es parte de su Cuerpo santísimo y resucitado, inseparable del Hijo de Dios que lo ha asumido para siempre. Es adorado «en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está inseparablemente unido». No lo adoramos aisladamente, sino en cuanto con ese Corazón es el mismo Hijo encarnado quien vive, ama y recibe nuestro amor. De ahí que cualquier acto de amor o adoración a su Corazón en realidad «se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo», pues tal figura espontáneamente remite a él y es «símbolo e imagen expresiva de la caridad infinita de Jesucristo».
51. Por esta razón nadie debería pensar que esta devoción nos pueda separar o distraer de Jesucristo y de su amor. De modo espontáneo y directo nos orienta a él y sólo a él, que nos llama a una preciosa amistad hecha de diálogo, afecto, confianza, adoración. Ese Cristo con el corazón traspasado y ardiente, es el mismo que nació en Belén por amor, es el que caminaba por Galilea sanando, acariciando, derramando misericordia, es el que nos amó hasta el fin abriendo sus brazos en la cruz. En definitiva, es el mismo que ha resucitado y vive glorioso en medio de nosotros.
Continuación… (Tomado de la cuarta encíclica del Papa Francisco, Dilexit nos)