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Corazones Fervientes, Pies En Camino (Cf. Lc 24,13-35)

Ojos que «se abrieron y lo reconocieron» al partir el pan. Jesús en la Eucaristía es el culmen y la fuente de la misión.

 

Los corazones fervientes por la Palabra de Dios empujaron a los discípulos de Emaús a pedir al misterioso viajero que permaneciese con ellos al caer la tarde. Y, alrededor de la mesa, sus ojos se abrieron y lo reconocieron cuando Él partió el pan. El elemento decisivo que abre los ojos de los discípulos es la secuencia de las acciones realizadas por Jesús: tomar el pan, bendecirlo, partirlo y dárselo a ellos. Son gestos ordinarios de un padre de familia judío, pero que, realizados por Jesucristo con la gracia del Espíritu Santo, renuevan ante los dos comensales el signo de la multiplicación de los panes y sobre todo el de la Eucaristía, sacramento del Sacrificio de la cruz. Pero precisamente en el momento en el que reconocen a Jesús como Aquel que parte el pan, «Él había desaparecido de su vista» (Lc 24,31). Este hecho da a entender una realidad esencial de nuestra fe: Cristo que parte el pan se convierte ahora en el Pan partido, compartido con los discípulos y por tanto consumido por ellos. Se hizo invisible, porque ahora ha entrado dentro de los corazones de los discípulos para encenderlos todavía más, impulsándolos a retomar el camino sin demora, para comunicar a todos la experiencia única del encuentro con el Resucitado. Así, Cristo resucitado es Aquel que parte el pan y al mismo tiempo es el Pan partido para nosotros. Y, por eso, cada discípulo misionero está llamado a ser, como Jesús y en Él, gracias a la acción del Espíritu Santo, aquel que parte el pan y aquel que es pan partido para el mundo.

A este respecto, es necesario recordar que un simple partir el pan material con los hambrientos en el nombre de Cristo es ya un acto cristiano misionero. Con mayor razón, partir el Pan eucarístico, que es Cristo mismo, es la acción misionera por excelencia, porque la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia.

Lo recordó el Papa Benedicto XVI: «No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento [de la Eucaristía]. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera”» (Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 84).

Para dar fruto debemos permanecer unidos a Él (cf. Jn 15,4-9). Y esta unión se realiza a través de la oración diaria, en particular en la adoración, estando en silencio ante la presencia del Señor, que se queda con nosotros en la Eucaristía. El discípulo misionero, cultivando con amor esta comunión con Cristo, puede convertirse en un místico en acción. Que nuestro corazón anhele siempre la compañía de Jesús, suspirando la vehemente petición de los dos de Emaús, sobre todo cuando cae la noche: “¡Quédate con nosotros, Señor!” (cf. Lc 24,29).

 

(Mensaje del Santo Padre Francisco para la 97 jornada Mundial de las Misiones)

 

 
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